VIERNES CONTEMPORÁNEO

Armando Ortiz Ramírez 25 de septiembre de 2011 a las 22:09 EN VERACRUZ, LA MUERTE TIENE PERMISO Los hombres de San Juan de la Manzanas habían acudido ante el tribunal de ingenieros, quienes habían ido a hacerlos entrar a la civilización. Escucharon todo lo que les tenían que decir, pero después ellos tomaron la palabra…

Armando Ortiz Ramírez

25 de septiembre de 2011 a las 22:09

EN VERACRUZ, LA MUERTE TIENE PERMISO

Los hombres de San Juan de la Manzanas habían acudido ante el tribunal de ingenieros, quienes habían ido a hacerlos entrar a la civilización. Escucharon todo lo que les tenían que decir, pero después ellos tomaron la palabra para acusar que el presidente municipal les había robado las tierras y había matado a sus hijos; les había quitado el agua y de no ser por la Providencia y por la Virgen, apenas salvaron sus cosechas. Ellos hablaron a la ciudad de México, hicieron lo posible por denunciar a este sujeto, pero nadie les hizo caso. Es por eso, que ante esos hombres que les llevaban la modernidad y la civilización, Sacramento, al que le habían matado un hijo, tomando la voz por todos les pidió: “Solicitamos su venia para hacernos justicia de propia mano”.
Los civilizados ingenieros reaccionaron de varias maneras. Unos dijeron que era inconcebible dar autorización para ello, otros dijeron que si nadie los había escuchado, ellos debían asumir la responsabilidad y dar la autorización. Al final la otorgaron.

Entonces Sacramento, que había permanecido de pie, les dijo: “Pos muchas gracias por el permiso, porque como nadie nos hacía caso, desde ayer el presidente municipal de San Juan de las Manzanas está difunto”. Tal es el resumen del cuento “La muerte tiene permiso” del maestro Edmundo Valadés.

La semana del 18 al 24 de septiembre habrá de ser recordada como una semana inédita en Veracruz. En medio de un discurso de clemencia y la aprobación de una ley que busca limitar a las redes sociales, aparecieron 35 cuerpos arrojados desde el puente del boulevard Ávila Camacho en Boca del Río, Veracruz; frente a Plaza las Américas, justo abajo del palo donde cuelgan impávidos los Voladores de Papantla; hasta parecía que los muertos eran voladores que no tuvieron alas, que no guardaron el equilibro y que cayeron para estrellarse en el pavimento.

La escena es dantesca. A las cinco de la tarde cientos de personas contemplaron el espectáculo. Bajaron hombres armados de dos camionetas Suv y arrojaron los vehículos con su carga. Todavía tuvieron tiempo para derramar parte de la carga sobre el pavimento y, como si fuese una exposición, colocaron, diestros artistas del horror, como en un performance macabro, unos cuerpos encima de otros.

Ahí están las fotos. Cadáveres con sus cuerpos desnudos, las nalgas al aire, las palmas de las manos expuestas. Por el tamaño de los cuerpos se puede advertir que algunos de ellos fueron adolescentes: su piel morena, sus pies pequeños, sus tragedias enormes. Las mujeres están boca abajo, como si la muerte hipócrita se llenara de pudor y no dejara que muestren sus sexos; avergonzadas pegan el rostro al pavimento para que no las descubran sin maquillaje.

Ahí están, atados de pies y manos, con el dolor detenido en sus caras, con ese grito de espanto que continua silencioso aún después de la muerte. Ahí están lacerados, mostrando la estocada en la garganta que les quitó la vida, algunos todavía suplican pero el golpe en el piso debió sacar todo el aire de sus pulmones y por eso no escuchamos nada.

Ahí están los muertos y no sé por qué, pero me acuerdo del poema “Guitarra Negra” de Alfredo Zitarrosa:

“Temblando, con el frontal partido con el marrón, por el marronero, cae sobre sus costillas, pesada como un mundo, la res… Cae con estrépito, de bruces sobre el cemento… Balando al descuajarse su osamenta, ya sólo un pobre costillar enorme, ya sólo un pobre cuero y sangre, media tonelada de huesos astillados, hincados en toda esa vida temblorosa y atónita. Ahí se va alzando, como un pesado pingajo, atrapada por la pata por un gancho que le salta arriba, que la alza por un ojal abierto en el garrón de un cuchillazo en plena estupidez sentimental, en plena media tonelada de monstruoso dolor, incomprensible, absurdo, balando, plañidera y tonta, como un escarabajo que no piensa, mientras medita lentamente por qué duele tanto y por qué duele qué parte de quien que es ella misma, la res, abierta al descuartizamiento atroz por todas partes, que nunca habían dolido y que eran tantas partes, tan extensas”.

Ahí estaban los pobres cadáveres a los que urgía poner un adjetivo y entonces el hombre que tiene la ley en las manos, la justicia en los pies, la sensatez en el vientre, los calificó delincuentes. “Cadáveres delincuentes” y entonces muchos pensaron qué bueno que se murieron, qué bueno que los mataron. Y los plañeron como se plañe a las cucarachas descubiertas en la mañana después de que en la noche se les echó insecticida.

Pero nadie se detuvo a contemplar el horror en sus rostros, pocos reflexionaron que muchos de ellos, si hubiesen tenido otras alternativas, seguro hubieran optado por la menos violenta.

Pero la semana no termino ahí. La cólera de la muerte continuó y llovieron más cuerpos en Veracruz, 14 cayeron como el hombre muy viejo de unas alas enormes del cuento de García Márquez. Cayeron igual pero esta vez nadie les tomó fotos.

Luego vino la psicosis en Xalapa, la ignorancia de la gente que cree que si hay balacera alrededor del colegio de sus hijos, lo mejor es ir a sacarlos para exponerlos a una bala en la calle.

Y luego más cuerpos, esta vez el de una niña a la que todos nos estábamos acostumbrando, pues su foto colgaba de los puentes, de los pasos peatonales. A ella la encontraron sola, en una soledad que de sólo imaginar nos cala los huesos. La encontraron sola porque su verdugo hace mucho tiempo que la abandonó; no así su madre. De esa manera, la desgracia en esa semana se consumó.

Te lo digo a ti Alfredo Zitarrosa, que lo sabes mejor que nosotros, esta semana anduvo la muerte revisando las cosas en nuestra casa, revisando las calles para ver que encontraba, escudriñando en las esquinas y en los cruces; revisando en nuestras pupilas la fecha de caducidad. Esta semana la muerte anduvo rondando nuestras plazas y nos encontró desnudos y no le pudimos decir nada.

Ayer por la noche vi como se retiraba, y la muy puta llevaba las manos ensangrentadas, la boca llena de esa lascivia hedionda, pues es los últimos días había devorado muchas almas.
Ayer por la noche vi como se retiraba y no me quise quedar con las ganas de preguntarle: ¿Quién te dio permiso para tanta matanza?

Ella se volvió a mirarme, esbozó una sonrisa, no movió los labios porque no tiene, pero comprendí que algo me quería decir. Me armé de valor y me acerqué a escucharla. Me susurró algo al oído, era una palabra… Pero me ordenó que no la dijera para que nada me pasara.

Armando Ortiz aortiz52@hotmail.com

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